Hechos – Las inundaciones de 1982
1982 fue un año pródigo en hechos destacables para Chile.
Fue el año en el que Carlos Caszeli pifió aquel penal frente a la selección de Austria en el mundial de España, prólogo de lo que sería una debacle total de La Roja, una decepción inmensa frente a las promesas que se habían gestado durante una de la rondas clasificatorias más brillantes de los últimos tiempos. Fue también un año de recesión en la economía chilena que impulsó a muchos a cuestionar a los ‘Chicago boys’ neoliberales que manejaban la economía nacional, e incluso a perder el miedo a la junta militar y animarse a protestar en las calles. Algunos ven en aquellas protestas el inicio del camino hacia la democraia, no coronado hasta las elecciones de 1989. Se estrenó en los EE.UU. la películo “Missing”, protagonizada por Jack Lemon, la historia de un periodista freelance estadounidense que fue secuestrado y , aunque esa película no fue proyectada en Chile por razones obvias. Y, además, es el año en el que Tucapel Jiménez, antiguo sindicalista del Partido Radical, es asesinado salvajemente por elementos del CNI, según se averiguó después.
Pero 1982 se recuerda especialmente por las inundaciones de aquel invierno, con una de las peores temporadas de lluvias desde que existen registros, que afectó sobre todo a los barrios del poniente de Santiago. El río Mapocho, normalmente un hilillo de agua que cruza mansamente la ciudad hasta que se encuentra con el Maipo, se convirtió de la noche a la mañana en un rugiente torrente de aguas turbias que arrastraba todo lo que se encontraba a su paso. La imagen de un Mini cayendo al río y siendo engullido por las turbias aguas se convirtió en el icono por excelencia de aquellas inundaciones.
A pesar de lo trágico que pueda ser la pérdida de aquel Mini para su dueño, las consecuencias de aquella crecida fueron mucho más graves. El Mapocho se salió de cauce e inundó amplias zonas de Santiago. La sede del diario El Mercurio se inundó tan de repente que sus redactores apenas tuvieron tiempo de sacar una última edición antes de evacuar el edificio. El tráfico se vio colapsado por el agua que inundó calles y plazas, como la rotonda Pérez Zújovich, que se convirtió en una profunda piscina en su parte inferior. Las aguas en el Mapocho subieron tanto que el puente Pío Nono, que normalmente está a 5 ó 6 metros por encima del cauce, fue tragado por las aguas y quedó inservible durante varios años.
Muchas calles de comunas tan populosas como Vitacura y Renca se convierieron en torrentes, aislando a familias enteras en sus casas a la espera de ser rescatadas por los helicópteros de Carabineros que sobrevolaban las zonas afectadas sin descanso. Aparte de los cuantiosos daños materiales, el Mapocho se cobró las vidas de varias personas que fueron arrastradas por el agua sin posibilidad alguna de rescate.
En aquel año, yo era un cabro de 8 años. Vivía en una de las calles transversales de la Nueva Costanera, en Vitacura, a 300 metros del cauce del Mapocho. Recuerdo que aquella mañana me desperté y me dijeron que no tenía que ir a clase -¡qué alegría!- porque la ciudad estaba inundada. Durante la mañana abrí el portón de la casa y no podía creer lo que veía: mi calle se había convertido en un río salvaje, turbulento, profundo y muy violento… un espectáculo fascinante para mí, que era demasiado chico para entender la gravedad de la situación. Mis padres estaban obviamente mucho más preocupados porque, en ese momento, no sabíamos si el agua continuaría creciendo, si sobrepasaría el portón y la valla, el jardín con riego automático donde jugábamos yo y mi hermana mayor los días de verano, si la casa se anegaría, si habría que llamar a los carabineros para que nos sacaran en helicóptero… Claro, también estaban preocupados por mi hermana y yo, fascinados por el espectáculo de las aguas crecidas justo en la puerta de nuestra casa, muy chicos para entender el enorme riesgo que significaba poner un pie en esas aguas violentas que a mis ojos parecían un inmenso vaso de leche chocolatada. Por suerte, las aguas no pasaron del portón, y mi casa no sufrió más daño que la pérdida del pasto que habíamos plantado en la calle el verano
anterior.
Creo recordar que en nuesta casa la luz no se fue en ningún momento, por lo que pudimos seguir el curso de las inundaciones de principio a fin. Creo que fueron tres días los que estuvimos aislados en nuestra casa, o tal vez cuatro, hasta que al fin las aguas retrocedieron y dejaron una capa de diez centímetros de barro, que fue retirada por los bulldozers de la municipalidad.
Volví al colegio el siguiente lunes y, claro está, todo fueron comentarios de la tremenda riada que habíamos vivido, de lo que habíamos experimentado y la suerte que tuvieron aquellos que habían sido evacuados en helicóptero. Incluso recuerdo que mi compañero Javier Aránguiz dijo que él había visto cómo caía el Mini, el famoso Mini que estaba en todos los noticieros y portadas de diarios, a las aguas del Mapocho. Siempre creí que se lo inventó, pero me contó un detalle que, 23 años después, me hace dudar: él dijo que tambien vio caer un auto viejo, de color azul, cuya caída al Mapocho fue mucho más espectacular que la del Mini… y, viendo las imágenes que he encontrado, veo un auto viejo de color azul, estacionado justo enfrente de donde estaba el Mini de marras…
Para nosotros, las inundaciones sólo fueron una aventura, un hecho excepcional que nos sacó de la rutina somnolienta del invierno santiaguino, ciudad aburrida de por sí, y del tedio del frío, de las clases, de las pruebas, de la normalidad en la clase y fuera de ella.
Y es que, tanto yo como mis compañeros, tuvimos mucha suerte. No éramos conscientes de que muchos habían perdido mucho durante esas noches de pesadilla. Que algunos perdieron sus casas, sus pertenencias, sus autos. Incluso la vida en algunos casos.
Pero, al fin y al cabo, sólo éramos cabros chicos. Cabros de los 80.